Fue el pasado viernes 24 de abril cuando fui invitado a la radio social labarandilla.org al programa de Escaleras de la Dependencia y estigma (pueden visitarlo al final de esta nota) cuando se me presentó de cara el problema del estigma que sufren las personas con diagnóstico en salud mental. Éste es un tema muy tratado en los actos sobre salud mental a los que asisto y quisiera dar mi opinión, pues tengo claro que, como persona con un diagnóstico en salud mental, tengo una opinión muy definida y en parte poco corriente.
En primer lugar, tenemos el auto estigma. Este es el que los propios diagnosticados ejercemos sobre nosotros mismos y las demás personas de nuestra condición. Es muy común escuchar entre diferentes compañeros el “sí, pero ese está peor” o “es que allí están peor de lo que estoy yo”. Este es el primer estigma que hemos de vencer, y hasta que no seamos capaces de ver que los demás suelen estar, generalmente, igual que nosotros, no podremos darnos cuenta de lo mal que estamos ni avanzar en nuestra recuperación. Lo importante no es comparar nuestro diagnóstico con la de los demás, lo importante es aceptar nuestra situación para poder enfrentarnos a ella. Como dijo alguien en el programa de radio: “he visto a personas salirse de una foto común de compañeros para no aparecer con ellos, no vaya a ser…”
En segundo lugar, está el famoso estigma social del que tanto se habla y contra el que tanto se trabaja en actos formativos y a la hora de dirigirnos a los medios de comunicación. Este está muy hablado y no es al que ahora quisiera dar énfasis.
El gran estigma que yo veo y, para mí, el más importante, es el estigma familiar. La familia, de la que tanto se habla en los actos prosalud mental, que es el apoyo fundamental para nuestra recuperación, puede ser nuestro gran problema. Es verdad, y no lo voy a negar, que muchas veces la familia es el gran apoyo en nuestra mejoría, nuestra recuperación, y que en un momento dado aceptan nuestro diagnóstico y lo dan todo por nuestra mejoría. Pero esto es una gran minoría. También debemos tener en cuenta que la mayoría de las veces supone nuestro fin social si ellas no nos aceptan, o lo hacen a medias.
Me explico. Cuando una familia acepta la enfermedad a medias, pero no quieren que el resto de la amplia familia se entere, y no digamos los amigos, vecinos, conocidos, etc., nos hacen mantener un secretismo sobre lo que nos pasa, que no es nada beneficioso para nuestra recuperación. Nos apoyan en las terapias, van a actos de salud mental, pero no dejan que hables de tu diagnóstico con nadie de su entorno. Yo he visto como mi padre le dijo a uno de mis terapeutas “yo no creo ni en psicólogos ni en la psicología ni en cosas parecidas”. Fue un momento duro, yo estaba intentando salir del hoyo y mi propio padre, que decía querer ayudarme, no creía en el camino que estaba tomando para mi recuperación “¿Cuál era entonces el camino?”, me preguntaba. Esta reacción, o parecida, es normal en la mayoría de las familias en un principio y aunque algunas pueden superarlas, la mayoría no lo hace, por lo que nos condenan a estar en nuestro gueto ya que no nos hacen participes de su vida social. Y si nos hacen participes siempre hay una coletilla de “¿a ver qué vas a contar?” y nos mantienen con las personas de nuestro entorno de recuperación, ya sea el centro de día o el recurso que sea.
También está la familia que no acepta nuestro diagnóstico y nos condena a una serie de empeoramientos que se traducirán en la mayoría de los casos en acabar ingresados de por vida o en la calle, solos, desamparados y a merced de los servicios sociales de los ayuntamientos y comunidades autónomas, que es peor casi que estar en la cárcel, pues te tratan como un gasto sin beneficio alguno, por lo que procuran que molestes lo menos posible y generes el menor gasto posible. Te condenan a toda una vida de andar entre hospitales, cárceles (una gran parte de los presos sufren algún tipo de diagnóstico en salud mental), centro para personas sin hogar y la calle, donde te quitarán toda esperanza de mejoría y de disfrutar la vida.
Es esta última situación la que yo más temo como diagnosticado, veo día a día en la calle y en los diferentes recursos de personas sin hogar a compañeros que ya han tirado la toalla. Personas que pasean con los ojos sin vida por los pasillos o que de repente empeoran y vuelven al hospital de turno de donde saldrá lo antes posible y sobremedicado pues una plaza en un hospital o una celda en la cárcel vale mucho más que una plaza en un centro de ayuda a personas sin hogar o la misma calle. Es aquí cuando observas el poder de las cárceles químicas y de la falta de recursos en la salud mental. Si tienes gente que se preocupe por ti puede que tengas ayuda y te ofrezcan los recursos necesarios, pero si no, lo que estás es condenado a una serie de cárceles, ya sean reales o psicológicas que acabaran contigo.
En mi caso he de decir que mis padres ya no están para apoyarme como me hubiera gustado, ya que fui diagnosticado muy mayor, pero tengo una hija que está enterada de todo lo que le pasa a su padre y que utiliza la palabra locura como un adjetivo calificativo positivo y algo a aprovechar y no como algo que estigmatiza a la persona. Mi hija tiene un padre y entre cinco y veinte tíos locos con los que ha pasado el tiempo y ha podido observar que no somos diferentes, que tenemos sentimientos y ganas de llenar nuestra vida con alegría y experiencias positivas por mucho que nuestro diagnóstico procure que no lo logremos.
Es por todo esto que pido que se forme muy bien a las familias y que se les hable claramente de lo que significa no apoyar a alguien como yo, pues sin ese apoyo estamos condenándonos a una vida vacía de contenido.
Enlace al programa Escaleras de la dependencia que he comentado al principio sobre el estigma :
Gorry